jueves, 29 de septiembre de 2011

miércoles, 28 de septiembre de 2011

domingo, 18 de septiembre de 2011

Un brazo [Cuento. Texto completo] Yasunari Kawabata

Un brazo[Cuento. Texto completo]
Yasunari Kawabata
-Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche -dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.
-Gracias -me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.
-Pondré el anillo. Para recordarte que es mío -sonrió y levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho-. Por favor -con un solo brazo era difícil para ella quitarse el anillo.
-¿Es un anillo de compromiso?
-No, un regalo. De mi madre.
Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
-Tal vez se parezca a un anillo de compromiso, pero no me importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi madre.
Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo y lo deslicé en el anular.
-¿En éste?
-Sí -asintió ella-. Parecería artificial si no se doblan los dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.
-Ahora se moverán.
-Gracias -recuperé el brazo-. ¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra?
-Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.
-Seré bueno con él.
-Hasta la vista -dijo, tocando el brazo derecho con la mano izquierda, como para infundirle un espíritu propio-. Eres suyo, pero sólo por esta noche.
Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
-Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo -dijo-. Pero no importa. Adelante, hazlo.
-Gracias.
Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería una exclamación.
Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del brazo sino de mi propia felicidad.
Ella se había quitado el brazo en el punto que más me gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se marchitaría, se volvería fláccida. Al ser algo que duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.
Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había prestado el brazo por esta redondez del hombro.
Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por un hombre.
La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.
Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Esta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.
Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.
-No te preocupes -dije-. Estaba muy lejos, no podía vernos. Por eso hizo sonar la bocina.
Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no podía conducir con uno solo. Pero, ¿acaso la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de pronto y desapareció.
«Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá –murmuré para mí mismo-. ¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»
Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.
Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al error.
Evitando el ascensor automático, me escabullí por las estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.
-Adelante -dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando por fin abrí la puerta-. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.
-¿Tienes miedo de algo? -pareció decir el brazo-. ¿Hay algo aquí dentro?
-¿Crees que puede haberlo?
-Percibo cierto olor.
-¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi regreso.
-Es un olor dulce.
-¡Ah!, la magnolia -contesté con alivio.
Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
-Permíteme que encienda la luz -una extraña observación, viniendo del brazo-. Aún no conocía tu habitación.
-Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta. Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan brillantes.
La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.
-Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
-Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si descansaras un poco?
Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié suavemente.
-Qué bonita. Me gusta -el brazo debía referirse a la colcha, que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado para un hombre que vivía solo-. De modo que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.
-¿Ah, sí?
-Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los dedos.
Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo, no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba en rocío.
Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo también.
-¿Sientes cosquillas? -pregunté-. Seguro que sí.
Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.
Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un cosquilleo cuando algo las rozaba.
Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella continuó:
-Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio...
¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña? Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.
En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
-La ventana -no advertí que la ventana estaba abierta, sino que la cortina estaba descorrida.
-¿Habrá algo que mire hacia adentro? -preguntó el brazo de la muchacha.
-Un hombre o una mujer, nada más.
-Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
-¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
-Muy lejos -dijo el brazo, como cantando para consolarme-. La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
-¿Y llegan a encontrarlos?
-Muy lejos -repitió el brazo.
Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún no había visitado.
La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
-Cerraré la ventana -dije, asiendo la cortina.
También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.
De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.
-Es hermosa -dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el de la colcha.
-¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla -me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla-. Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.
Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
-Pórtate bien -dijo el brazo, como sonriendo suavemente-. ¿Te diviertes?
-Nada en absoluto.
Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.
Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la piel de su brazo.
El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba, olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes delicados para enviar ondas de luz sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
-Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo permiso para cambiarte por mi propio brazo?
-Sí.
-En cierto modo, me asusta hacerlo.

-¿Ah, sí?
-¿Puedo?
-Por favor.
Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
-Dilo otra vez. Di «por favor».
-Por favor, por favor.
Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.
-Por favor -me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba-. «Jesús lloró. Entonces dijeron los judíos: "¡Miren cuánto la amaba!»
Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.
Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron. La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.
Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo con el brazo.
-¡Me haces daño! -se llevó la mano a la nuca.
Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca. Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba hinchando en su cabeza.
-No importa -se quitó todas las horquillas-. Sangro con facilidad. Al menor contacto.
Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que padezco.
Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.
«Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas, responsabilidad o remordimiento?
Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.
-Me haces cosquillas. Pórtate bien -el brazo estaba en torno a mi cuello, rehuyendo mis labios.
-Precisamente cuando bebía algo bueno.
-¿Y qué bebías?
No contesté.
-¿Qué bebías?
-El olor de la luz. De la piel.
La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las nieblas de color extrañó son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.
-¿Cambiar de color? -murmuré-. ¿Volverse rosa o violeta?
Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y enroscaba algo terrorífico.
Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la ventana.
-Vámonos a la cama. Nosotros también.
Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba levantado. Estar levantado era el terror.
Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto desnudándome en mi habitación.
Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.
Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.
-¿Estás dormido?
-No -replicó el brazo.
-Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
-¿Qué quieres que haga?
Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la piel era agradable.
Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al meterme en la cama.
-Las luces -me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
Me apresuré a recogerlo.
-¿Quieres apagar las luces? -me dirigí hacia la puerta-. ¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el interruptor.
Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál más lento.
Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como este brazo.
Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy de prisa y, también muy de prisa, volvía.
Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el interruptor que estaba junto a la almohada.
Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma el dorso de la mano, ydespués los dedos.
«Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la muchacha.
Hubo un ligero sonido entrecortado -no pude saber si mío o del brazo- y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.
El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
-¿Duele? ¿Te duele?
-No. Nada, nada -las palabras eran vacilantes.
Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
Tenía los dedos en la boca.
De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna palabra.
-Por favor. Todo va bien -replicó el brazo. El temblor cesó-. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante...
Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro, entre el brazo y el hombro.
-La sangre no fluye -prorrumpí-. ¿Verdad que no?
Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo sensación.
-¿Hay pulso? -pregunté al brazo-. ¿Está frío?
-Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más femenino que antes.
-¿El pulso no se ha detenido?
-Deberías ser más confiado.
-¿Por qué?
-Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?

-¿Fluye la sangre?
-«Mujer, ¿a quién buscas? ¿Conoces el pasaje?»
-«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»»
-Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena noche, me lo susurro a mí mismo.
Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.
-¿Le resultará difícil dormir? -yo también hablaba de la propia muchacha-. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.
-Para que no puedas oírles -el brazo de la muchacha, con el mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan completa.
-El pulso. El sonido del pulso.
Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
-Mantendré alejados a los demonios -traviesamente, con suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el meñique de la muchacha.
Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado de mi hombro derecho. Solamente el meñique -¿diremos que sólo él podía jugar libremente?- estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por el dedo anular.
Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos, y cerré el otro.
-¿Un mundo nuevo? -preguntó el brazo-. ¿Y qué ves?
-Mi oscura habitación. Sus cinco luces -antes de terminar la frase, casi grité-. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
-¿Y qué ves?
-Ha desaparecido.
-¿Y qué has visto?
-Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra vez.
-Estás cansado -el brazo de la muchacha dejó mi brazo derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
-¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?
Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No podía recordar qué había sido.
-¿Era una ilusión que querías enseñarme?
-No. Al final la he borrado.
-De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.
-Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
-Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.
Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo, separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?
En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave redondez de los pechos.

Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.
-Ahora la sangre está fluyendo -dije en voz baja-. Está fluyendo.
No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de mí; pero, ¿no habría algo desagradable cuando el brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?
-No semejante traición -murmuré.
-Todo irá bien -susurró el brazo.
No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
Me quedé dormido.
Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo derecho de la muchacha; Parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.
Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.
La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.
Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé tambaleándome tres o cuatro pasos.
Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi brazo derecho.
Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un impulso repentino y diabólico.
Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y froté mi corazón demerite con la mano recobrada. A medida que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.
-¿Dónde está su brazo? -levanté la cabeza.
Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.
Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!

FIN



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Kappa[Cuento. Texto completo]Ryunosuke Akutagawa


Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste, de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que relucían con negro brillo, contestó indiferentemente:
-¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada.
Por supuesto, la fabricación de libros no era la única rama industrial donde se habían logrado tales milagros. Lo mismo ocurría en las fábricas de pintura y de música. Contaba Gael que en aquel país se inventaban alrededor de setecientas u ochocientas clases de máquinas por mes, y que cualquier artículo se fabricaba en gran escala, disminuyendo considerablemente la mano de obra. En consecuencia, los obreros despedidos no bajaban de cuarenta o cincuenta mil por mes. Pero lo curioso era que, a pesar de todo ese proceso industrial, los diarios matutinos no anunciaban ninguna clase de huelga. Como me había parecido muy extraño este fenómeno, cuando fui a cenar a la casa de Gael en compañía de Pep y Chack, pregunté sobre este particular.
-Porque se los comen a todos.
Gael contestó impasiblemente, con un cigarro en la boca. Pero yo no había entendido qué quería decir con eso de que "se los comen". Advirtiendo mi duda, Chack, el de los anteojos, me explicó lo siguiente, terciando en nuestra conversación.
-Matamos a todos los obreros despedidos y comemos su carne. Mire este diario. Este mes despidieron a 64.769 obreros, de manera que de acuerdo con esa cifra ha bajado el precio de la carne.
-¿Y los obreros se dejan matar sin protestar?
-Nada pueden hacer aunque protesten -dijo Pep, que estaba sentado frente a un durazno salvaje-. Tenemos la "Ley de Matanzas de Obreros".
Por supuesto, me indignó la respuesta. Pero, no sólo Gael, el dueño de casa, sino también Pep y Chack, encaraban el problema como lo más natural del mundo. Efectivamente, Chack sonrió y me habló en forma burlona.
-Después de todo, el Estado le ahorra al obrero la molestia de morir de hambre o de suicidarse. Se les hace oler un poco de gas venenoso, y de esa manera no sufren mucho.
-Pero eso de comerse la carne, francamente...
-No diga tonterías. Si Mag escuchara esto se moriría de risa. Dígame, ¿acaso en su país las mujeres de la clase baja no se convierten en prostitutas? Es puro sentimentalismo eso de indignarse por la costumbre de comer la carne de los obreros.
Gael, que escuchaba la conversación, me ofreció un plato de sándwiches que estaba en una mesa cercana y me dijo tranquilamente:
-¿No se sirve uno? También está hecho de carne de obrero.
FIN



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jueves, 15 de septiembre de 2011

LA ULTIMA PREGUNTA - Isaac Asimov



Otro cuento de ciencia ficción... otro de los genios de este génenero. Isaac Asimov



La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21
de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez)
se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco
dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta
manera:

Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de
Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que
pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso -
kilómetros y kilómetros de rostro - de la gigantesca computadora. Al menos
tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que
desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados
por una sola persona.

Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque
nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez
suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y
Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial,
pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La
alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y
traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los
demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.

Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayec-
torias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus,
pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron
serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los
viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con
creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.

Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a
preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo
que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente
en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y
fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación - de
un kilómetro y medio de diámetro - que circundaba el planeta a mitad de
distancia de la Luna,para funcionar con rayos invisibles de energía solar.

Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acon-
tecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración
pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desier-
tas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo en-
terrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks
satisfechos y perezozos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y
los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de per-
turbarla.

Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento
era relajarse y disfrutar de la bebida.

- Es asombroso, cuando uno lo piensa -dijo Adell. En su rostro ancho
se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una
varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su
interior.- Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis.
Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la
Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no
echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por
siempre y siempre y siempre.

Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería
oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque
había tenido que llevar el hielo y los vasos.

- No para siempre -dijo.
- Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se
apague, Bert.
- Entonces no es para siempre.
- Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil
millones, tal vez. Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para
asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de
su bebida.
- Veinte mil millones de años no es "para siempre".
- Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?
- También la superarán el carbón y el uranio.
- De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial in-
dividualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de
Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combus-
tible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si
no me crees.
- No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.
- Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por
nosotros -dijo Adell, malhumorado-. Se portó muy bien.
- ¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará
eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil
millones de años, pero ... y luego? - Lupov apuntó con un dedo tembloroso
al otro.- Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.
Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los
labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente.
Descansaron.
De pronto Lupov abrió los ojos.
- Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro
muera, verdad?
- No estoy pensando nada.
- Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ese es tu
problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un
chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se
preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado,
simplemente iría a guarecerse bajo otro.
- Entiendo -dijo Adell-. No grites. Cuando el Sol muera, las otras
estrellas habrán muerto también.
- Por supuesto -murmuró Lupov-. Todo comenzó con la explosión
cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las
estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los
gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil
millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por
mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La
entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
- Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía -dijo Adell,
tocado en su amor propio.
- ¡Qué vas a saber!
- Sé tanto como tú.
- Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.
- Muy bien. ¿Quién dice que no?
- Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que
necesitábamos, para siempre. Dijiste "para siempre".
Esa vez le tocó a Adell oponerse.
- Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.
- Nunca.
- ¿Por qué no? Algún día.
- Nunca.
- Pregúntale a Multivac.
- Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que
no es posible.

Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo
suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones
necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber co-
rrespondido a esto:
¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al
Sol toda su juventud aun después que haya muerto de viejo?
O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta:
¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía
del universo?

Multivac enmudeció. Los lentos resplandores cesaron, los clicks dis-
tantes de los transmisores terminaron.
Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían
contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida
repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
- No hay respuesta -murmuró Lupov. Salieron apresuradamente. A la
mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían
olvidado el incidente.

Jerrod, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada
en la pantalla visora mientras completaban el pasaje por el hiperespacio
en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el
uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de
mármol, brillante, centrado.

- Es X-23 - dijo Jerrod con confianza. Sus manos delgadas se entrela-
zaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos.
Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el
pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus
risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:
- Hemos llegado a X-23 ... hemos llegado a X-23 ... hemos llegado a
X-23 ... hemos llegado ...
- Tranquilas, niñas -dijo rápidamente Jerrodine-. ¿Estás seguro,
Jerrod?
- ¿De qué hay que estar seguro? -preguntó Jerrod, echando una
mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la lon-
gitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo.
Tenía la misma longitud que la nave.

Jerrod sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se
llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque
uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la
nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de
las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las
ecuaciones para los saltos hiperespaciales.

Jerrod y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir
en los cómodos sectores residenciales de la nave.

Cierta vez alguien le había dicho a Jerrod, que el "ac" al final de
"Microvac" quería decir "computadora analógica" en inglés antiguo, pero
estaba a punto de olvidar incluso eso.

Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.
- No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
- ¿Por qué, caramba? -preguntó Jerrod-. No teníamos nada allí. En
X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un
millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán
que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará super-
poblado. -Luego agregó, después de una pausa reflexiva:
- Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarro-
llado los viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la
raza.
- Lo sé, lo sé -respondió Jerrodine con tristeza.
Jerrodette I dijo de inmediato:
- Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.
- Eso creo yo también -repuso Jerrod, desordenándole el pelo.

Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac
propia y Jerrod estaba contento de ser parte de su generación y no de
otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes
máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados.
Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años
habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el
refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de
manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave
espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible.

Jerrod se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia
Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva
Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada
como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez
resolvió el problema del viaje interespacial e hizo posibles los viajes a
las estrellas.

- Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine, inmersa en sus
propios pensamientos-. Supongo que las familias seguirán emigrando
siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
- No siempre -respondió Jerrod, con una sonrisa-. Todo eso
terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos
billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar
la entropía.
- Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II con voz aguda.
- Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de
desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu
pequeño robot walkie-talkie, recuerdas?
- No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
- Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se ex-
tinguen, ya no hay más unidades de energía.
Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.
- No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.
- Mira lo que has hecho -susurró Jerrodine exasperada.
- ¿Cómo podía saber que iba a asustarla? -respondió Jerrod también en
un susurro.
- Pregúntale a la Microvac -gimió Jerrodette I-. Pregúntale cómo vol-
ver a encender las estrellas.
- Vamos -dijo Jerrodine-. Con eso se tranquilizarán. -(Jerrodette II
ya se estaba echando a llorar, también.)
Jerrod se encogió de hombros.
- Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen,
ella nos lo dirá.
Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:
- Imprimir la respuesta.
Jerrod retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
- Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el
momento, y que no se preocupen.
Jerrodine dijo:
- Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en
nuestro nuevo hogar.
Jerrod leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de
destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba exactamente
delante.

VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimen-
sional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:
- No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.
- Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el
actual ritmo de expansión.
Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran al-
tos y de formas esbeltas.
- Sin embargo -dijo VJ-23X- me resisto a presentar un informe
pesimista al Consejo Galáctico.
- Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que
inquietarlos un poco. No hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
- El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias dis-
ponibles.
- Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito.
¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el
problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron
posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de
años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto
de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años ...
VJ-23X lo interrumpió.
- Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.
- Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que
esta inmortalidad tiene su lado complicado. La Galáctica AC nos ha
solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la
vejez y la muerte, anuló todas las otras soluciones.
- Sin embargo, no creo que desees abandonar la vida.
- En absoluto -saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato-: No
todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?
- Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
- Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La
población se duplica cada diez años. Una vez que se llene la galaxia,
habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos
más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias;
en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo
conocido. Y entonces, ¿qué?
VJ-23X dijo:
- Como problema paralelo está el del transporte. Me pregunto
cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias
de individuos de una galaxia a la siguiente.
- Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de
energía solar por año.
- La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo,
nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y
nosotros solamente usamos dos de ellas.
- De acuerdo, pero aun con una eficiencia de un cien por ciento, sólo
podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en
progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos
quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena
observación. Muy, muy buena observación.
- Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas inter-
estelar.
- ¿O con calor disipado? -preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
- Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que
preguntárselo a Galáctica AC.
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC
del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.
- No me faltan ganas -dijo-. Es algo que la raza humana tendrá que
enfrentar algún día.
Miró sombríamente su pequeño contacto AC. Era un objeto de apenas
cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a
través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la
humanidad y, a su vez era parte integral suya.
MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmor-
tal, llegaría a ver a Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una
telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las
oleadas de submesones ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas
moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se
sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.
Repentinamente MQ-17J preguntó a su contacto AC:
- ¿Es posible revertir la entropía?
VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:
- Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar
eso.
- ¿Por qué no?
- Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes
volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.
- ¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J.
El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silen-
cio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto AC en el escritorio.
Dijo:
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
VJ-23X dijo:
- ¡Ves!
Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que
tenían que hacer para el Consejo Galáctico.


La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en
los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto
eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con
su carga de humanidad ... una carga que era casi un peso muerto. Cada
vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá
afuera, en el espacio.

¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían
en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una
actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos
nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero,
¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.

Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles
manojos de otra mente.

- Soy Zee Prime. ¿Y tú?
- Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
- Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
- Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres
llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?
- Porque todas las galaxias son iguales.
- No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la
raza humana. Eso la hace diferente.
Zee Prime dijo:
- ¿En cuál?
- No sabría decirte. La Universal AC debe de estar enterada.
- ¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.

Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mis-
mas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso,
sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias,
cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligen-
cias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una
de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas
tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única
galaxia poblada por el hombre.

Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
- ¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?
La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus
receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto
desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.
Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían
penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y sólo informó sobre un
globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
- ¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? -había preguntado
Zee Prime.
- La mayor parte -fue la respuesta- está en el hiperespacio. No puedo
imaginarme en qué forma está allí.

Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día -y
eso Zee Prime lo sabía- en que algún hombre tuvo parte en construir la
Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada
una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la
información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrin-
cada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio
de información e individualidad.

La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee
Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime
fue dirigida hacia un difuso mar de galaxias donde una en particular se
agrandaba hasta convertirse en estrellas.

Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente
claro:
ESTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee
Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de
pronto:
- ¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
La Universal AC respondió:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.
- ¿Los hombres que la habitaban murieron? -preguntó Zee Prime,
sobresaltado y sin pensar.
La Universal AC respondió:
COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FISICOS FUE
FUE CONSTRUIDO A TIEMPO.
- Sí, por supuesto -dijo Zee Prime, pero aun así lo invadió una
sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la galaxia original
del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos.
No quería volver a verla.
Dee Sub Wun dijo:
- ¿Qué sucede?
- Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.
- Todas deben morir. ¿Por qué no?
- Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos final-
mente morirán, y tú y yo con ellos.
- Llevará billones de años.
- No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años.
¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?
Dee Sub Wun dijo, divertido:
- ¿Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la
entropía.
Y la Universal AC respondió:
TODAVIA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de
pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a
un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de
Zee Prime. No importaba.
Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interes-
telar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estre-
llas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.


El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un
trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno
descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas
perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los
cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
- El Universo está muriendo.
El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las
estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían
vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las
estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.
Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas,
algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se
estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y
de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas,
pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas,
y también éstas llegarían a su fin:
El Hombre dijo:
- Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC,
la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de
años. Pero aun así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se
la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y
no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.
El Hombre dijo:
- ¿Es posible revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC.
La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella
estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no
era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no
tenía un sentido comprensible para el Hombre.
- Cósmica AC -dijo el Hombre- ¿cómo puede revertirse la entropía?
La Cósmica AC dijo:
LOS DATOS SON TODAVIA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
El Hombre ordenó:
- Recoge datos adicionales.
La Cósmica AC dijo:
LO HARE. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO.
MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA.
TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
- ¿Llegará el momento -preguntó el Hombre- en que los datos sean
suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias
concebibles?
La Cósmica AC dijo:
NINGUN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.
El Hombre preguntó:
- ¿Cuándo tendrás suficientes datos para responder a la pregunta?
La Cósmica AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVIA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
- ¿Seguirás trabajando en esto? -preguntó el Hombre.
La Cósmica AC respondió:
SI.
El Hombre dijo:
- Esperaremos.
Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y
el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste.
Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió
su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.
La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, con-
templando un espacio que sólo incluía la borra de la última estrella os-
cura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar
por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta
llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
- AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo
una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVIA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el
hiperespacio.

La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el
tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había
sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio
alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la
computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el
Hombre.
Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa
última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su concien-
cia.
Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada
para recoger.
Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente
correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.
Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.
Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la
última pregunta. No había materia. La respuesta -por demostración- se
ocuparía de eso también.
Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de
hacerlo. Cuidadosamente, AC organizó el programa.
La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un
Universo y pensó en lo que en ese momento era el Caos. Debía hacerse paso
a paso.
Y AC dijo:

¡HAGASE LA LUZ!

Y la luz se hizo ...


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Dan-Auta [Cuento. Texto completo] José Ortega y Gasset

Una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo, se casó un hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando Sarra era ya moza, tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta. Poco después el padre enfermó. "Me muero" -se dijo el padre, y llamó a Sarra-; "Me muero" -le dijo el padre-. "Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca". El padre dijo esto y se murió.
Poco después la madre enfermó. "Me muero" -se dijo la madre, y llamó a Sarra-: "Me muero" -dijo a Sarra la madre-. "Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore jamás". La madre dijo esto y se murió.
Permanecieron solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un granero lleno de harina del árbol del pan, y un granero lleno de habichuelas, y un granero lleno de sargo. Sarra dijo: "Con esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda cultivar la tierra".
Sarra se puso a moler maíz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso en una calabaza y la llevó a la choza para cocerla. Luego salió a buscar leña, dejando solo a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas podía tenerse sobre los pies. Dan-Auta se aburría, y acercándose a la calabaza, la volcó; luego tomó ceniza del hogar y la mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que Dan-Auta había hecho, exclamó: "¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has tirado la harina que íbamos a comer? Dan-Auta comenzó a sollozar. Pero Sarra dijo en seguida: "¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna (madre) dijeron que no llorases nunca".
Sarra volvió a salir y Dan-Auta a aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo tomó, y, arrastrándose fuera de la choza, puso fuego al granero de maíz, y al granero de harina del árbol del pan, y al granero de habichuelas, y al granero de sargo. En esto llegó Sarra, y, viendo todas las despensas consumidas por el fuego, gritó: "¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has quemado todo lo que teníamos para comer? ¿Cómo viviremos ahora?"

Dan-Auta, al oírla, comenzó a sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle: "¡Dan Auta mío, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has quemado cuanto teníamos; pero ven, ya buscaremos qué comer".

Sarra colocó a Dan-Auta en su espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a andar por el bosque. Sarra encontró un camino y por él caminó hasta llegar a una ciudad. Acertó a pasar por el barrio del rey. La primer mujer del rey los recibió y se quedaron a vivir con ella. Cada día les daba de comer.
Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su espalda. Las otras mujeres le decían: "Sarra, ¿por qué llevas siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? ¿Por qué no le pones en el suelo y le dejas jugar como los otros chicos?" Y Sarra respondía: "Dejadme hacer mi hacer. El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca. Mientras lleve a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore".
Un día dijo Dan-Auta: "Sarra, yo quiero jugar con el hijo del rey". Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta jugó con el hijo del rey. Sarra tomó un cántaro y salió por agua. En tanto, el hijo del rey cogió un palo y Dan-Auta cogió otro palo. Ambos jugaron con los palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pusieron a darse de palos. Dan-Auta, de un palo, le sacó un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey quedó tendido.
En esto Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba presente. El hijo del rey comenzó a gritar. Sarra dejó el cántaro y tomando a Dan-Auta, salió de la casa, salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo lo de prisa que pudo.
Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo del rey: pero el niño gritó. El rey, al oírlo, preguntó: "¿Por qué llora mi hijo?" Sus mujeres fueron a ver lo que ocurría, y al notar la desgracia, comenzaron a gritar. Oyó el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió presuroso. "¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?" -preguntó el rey-. Y el hijo del rey repuso: "Dan-Auta".
"¡Salid! -dijo entonces a sus guardianes-. ¡Id por toda la ciudad! ¡Buscad por toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta!" Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de ello, el rey llamó a sus gentes; llamó a todos sus soldados, llamó a los de a pie y a los de a caballo, y les dijo: "Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad. Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré con los de a caballo para buscar a Sarra y Dan-Auta.
Dos días seguidos había corrido Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía más y justamente entonces oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había allí un árbol muy grande, y Sarra dijo: "Subiré al árbol y así podré ocultarme entre las hojas con Dan-Auta".
Subió, en efecto, al árbol, con Dan-Auta a su espalda, y se ocultó en la tupida fronda. Poco después llegaba junto al árbol el rey con los caballeros. "He cabalgado dos días -dijo- y estoy cansado; poned mi silla de cañas bajo el árbol, que quiero descansar". Así lo hicieron sus hombres, y el rey se tendió en su silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban.
Dan-Auta se aburría, pero vio al rey allá abajo, y dijo a Sarra: "¡Sarra!" Sarra dijo: "¡Calla, Dan Auta, calla!" Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se apresuró a decirle: "¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras". Dan-Auta dijo "Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey". Sarra exclamó: "¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras!"
El rey miró entonces a la pompa del árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y gritó: "Traed hachas y echemos abajo el árbol". Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a batir el árbol. El árbol tembló. Luego dieron golpes más profundos en el tronco. El árbol vaciló. Luego llegaron a la mitad del tronco y el árbol empezó a inclinarse. Sarra dijo: "Ahora nos prenderán y nos matarán". Un gran churua -un gavilán gigante- voló entonces sobre el bosque, y vino a pasar cerca del árbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Sarra vio al churua. El árbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al churua: "!Churua mío! Las gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a mí, si tú no nos salvas". Oyó el churua a Sarra y acercándose puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El árbol cayó y el pájaro voló con Sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque, siguió volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro; vio que movía la cola como un timón, y se entretuvo observándola bien. Pero luego Dan-Auta se aburría, y dijo: "!Sarra!" Sarra repuso: "¿Qué más quieres, Dan-Auta?" Y como Dan-Auta sollozase, añadió: "No llores, no llores, que padre y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres". Dan-Auta dijo: "Quiero meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva bajo la cola". Dijo Sarra: "Si haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos; pero no llores, no llores, y haz lo que quieras".
Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro cerró las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto.
Cuando Sarra y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un gran gugua, un torbellino. Sarra lo vio y dijo: "¡Gugua mío! Vamos a caer en seguida contra la tierra, y moriremos si tú no nos salvas". El gugua llegó, arrebató a Sarra y Dan-Auta, y transportándolos a larga distancia, los puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana.
Sarra avanzó por el bosque con Dan-Auta y encontró un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad, a una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada todas las noches, porque todas las noches, apenas moría la ciudad, aparecía un terrible monstruo: un Dodo. Este Dodo era alto como un asno, pero no era un asno. Este Dodo era largo como una serpiente gigante, pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era fuerte como un elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tenía unos ojos que dominaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una cola. Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razón se había construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una vieja. Sarra les pidió que los amparase. La vieja dijo: "Yo os ampararé. Pero todas las noches viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con una voz muy fuerte. Si alguien le responde, el Dodo entrará en la ciudad y nos matará a todos. Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condición, yo os ampararé.
Dan-Auta oía todo esto. Al día siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer comida. Entre tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera, que encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un makodi, piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo cogía. Así reunió cien makodis. Luego se dijo: "Sólo necesito unas tenazas". Y andando por la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro donde había amontonado la leña, colocó los makodis y ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirtió la faena del pequeño Dan-Auta.
A la vuelta, Sarra le dijo: "Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque pronto vendrá el terrible Dodo y puede matarnos". Dan-Auta repuso: "Yo quiero quedarme hoy fuera". Sarra dijo: "Entra en casa". Dan-Auta comenzó a sollozar: pero Sarra le dijo inmediatamente: "Dan_Auta mío, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca. Si quieres quedarte fuera, quédate fuera". Sarra entró en la casa donde estaba la vieja.
Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la casa de la vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y habían cerrado tras de sí las puertas. Sólo Dan-Auta quedaba a la intemperie. Corrió al lugar donde había puesto la leña y le prendió fuego. Los makodis en el fuego se pusieron ardientes como ascuas.
En esto se sintió que llegaba el Dodo. Subió al muro Dan-Auta, y vio al monstruo que venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como incendios. Dan-Auta oyó al Dodo que con una voz terrible, cantaba:
-¡Vuayanni agarinana ni Dodo! ¡Quién es en esta ciudad como yo, Dodo?

Cuando Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro con todas sus fuerzas hacia el Dodo: "¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta! Yo soy como tú en esta ciudad; yo soy como tú; yo, Auta".

Cuando oyó esto el Dodo, se acercó a la ciudad. Llegó muy cerca, muy cerca, y cantó: "¡Vuayanni agarinana ni Dodo!"

Al cantar esto el Dodo, los árboles se estremecían en el aire, y la hierba seca empezó a arder. Pero Dan-Auta contestó: "¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!"

Al oír esto el Dodo, se alzó sobre el muro. Dan-Auta bajó corriendo y se fue junto al fuego, donde relumbraban como ascuas los makodis ardientes.

El Dodo entonces cantó de nuevo con voz más terrible que nunca, y Dan-Auta una vez más le contestó. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al oír tan cerca la horrible voz del monstruo. Más fiero que nunca, el Dodo comenzó a repetir su canto:
"¡Vuayanni!..."
Pero al abrir sus fauces para este grito, Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodis ardientes, que le abrasaron la garganta. Enronquecido gritó el Dodo:
"¡Agarinana!...

Pero Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron prorrumpir un gran quejido. Entonces, con voz débil, siguió:

"Ni Dodo"
Y Dan-Auta, aprovechando la abertura de las fauces, le envió el resto de los makodis. El Dodo se retorció y murió, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cantó:
"Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta".
Luego con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al Dodo la cola y, ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación de la vieja; se deslizó junto a Sarra y se durmió.
A la mañana siguiente salían de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los más decididos fueron a ver al rey. Él preguntó: "¿Qué ha sido lo que esta noche ha pasado?"
Ellos respondieron: "No lo sabemos. Por poco no nos morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta de hierro". Entonces el rey dijo a su Ministro de Cazas: "Ve allá y mira lo que hay".
El Ministro de Cazas fue allá, y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvió al rey y dijo: "Un hombre poderoso ha matado al Dodo". Entonces el rey quiso verlo, y cabalgó hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclamó: "En efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al valiente que lo ha matado!"
Un hombre que tenía una yegua, la mató y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó la cola. Otro que tenía un camello, lo mató y le cortó la cola. Cada uno de ellos fue al rey y mostró la cola de su animal como si fuese la del Dodo. Pero el rey conoció el engaño, y dijo: "Todos sois unos embusteros. Vosotros no habéis muerto al Dodo. Yo y todos hemos oído en la noche la voz de un niño. ¿Vive por aquí cerca, junto a la puerta de hierro, algún niño extranjero?"

Los soldados fueron a casa de la vieja y preguntaron: "¿Vive aquí algún niño forastero?" La vieja respondió: "Conmigo viven Sarra y Dan-Auta". Los soldados fueron a Sarra y preguntaron: "Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?" Sarra respondió: "Yo no sé nada; pregúntenselo a él". Entonces fueron los soldados a Dan-Auta y le preguntaron: "Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo? El rey quiere verte". Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue con los soldados ante el rey. Abrió el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostró al Rey. Entonces el Rey dijo: "Sí, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo".

El Rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad.




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